Descrecimiento sostenible (17 de agosto de 2011)
Nadie nos enseñó a
crecer, y así nos fue. Cada uno lo hacía según le venía en gana y no se nos
ponía reparos en la forma de hacerlo. Ahora llega el momento en el que hay que
empezar a descrecer, a acostumbrarnos a que no sólo
no se puede crecer sino que tenemos que disminuir en todo, en gastos, en
proyectos de futuro –porque el futuro no va por ahí- y si pudiéramos hasta en
proyectos de pasado. Es la hora de arrepentirnos de nuestra actitud de nuevos
ricos que derrochábamos y derrochábamos. Y ahora alguien nos debería enseñar a descrecer, porque hay que hacerlo de forma sostenible. No
se puede continuar con la improvisación como bandera. Habrá que reducir lo que
nos conduzca a la ruina y mantener o incluso aumentar lo que nos beneficie. Me
explico, tal vez se deba disminuir el gasto, pero no el consumo; tal vez se
deban disminuir los presupuestos de las fiestas, pero no erradicarlas de
nuestra sociedad; tal vez se debería ahorrar en gastos fúnebres y compartir
ataúdes, pero no en muertes. Hay que aprender a compartir, a usar los servicios
públicos sin abusar; a hacer uso de la ley de dependencia, pero no utilizarla
para quitarnos de encima nuestras obligaciones; de olvidarnos de subvenciones
sin sentido que lo único a lo que conducen es al autobombo y, en algunos casos,
al enriquecimiento injustificado; olvidarnos también de los gastos personales
inútiles; y acostumbrarnos a que hay que utilizar los adelantos técnicos y electrónicos
con la lógica de su amortización y no con la actitud de los hijos de papá. Ha
llegado el momento de pensar que tal vez no seamos pobres en el sentido
estricto, pero sí que somos más pobres que hace algunos años y que posiblemente
tengamos que cambiar el caviar por las lentejas; las espumas y marmitakos de la cocina creativa, tan de moda, por nuestro
guisos tradicionales y aprender a comer moderadamente, que no hay comida para
todos, además de ser más sano; a que si mi vecino necesita una broca es mejor que yo se la preste si dispongo de
una y que él me preste su soldador cuando yo lo necesite; a que se puede volver
al trueque de muchas cosas: te cambio mis manzanas por tus remiendos (los
pantalones pueden remendarse), tus cortes de pelo por mis reparaciones de
electrodomésticos (los electrodomésticos pueden repararse), tus clases de
inglés por mis cuidados a tus familiares mayores (los mayores pueden ser
cuidados), mi alegría por tus penas (las penas son menos penas en compañía) y
así tantos y tantos trueques, cambios e incluso obsequios; te obsequio con un
paseo por el parque, con una conversación serena, con una sonrisa -¡cuánto nos
cuesta sonreír!- o con un: siéntese usted señora. Estoy seguro de que siendo
menos ricos, o más pobres si se quiere, podemos tener con más facilidad la
posibilidad estar más cerca de la felicidad o al menos del bienestar personal.
No nos olvidemos, la riqueza nos hace más egoístas y la escasez más solidarios.
Dispongámonos pues a descrecer de forma sostenible y
a crecer, cuando llegue el momento, con más austeridad. Ah, y pensemos si
realmente si no será mejor el mendrugo de nuestra casa que el pan blanco
condicionado de la ajena (exagerando un poco, por supuesto).
©Francisco Suárez Trénor
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