Ye (20 de noviembre de 2010)
Cuando la vida
comienza a ser larga, cuando uno empieza a mirar atrás y a darse cuenta de lo
lejos que quedan la infancia y la juventud, de la cantidad de años que hay entre
ese recuerdo remoto y el presente -que también recordaremos mañana, pero que es
otra cosa- nos resulta mucho más difícil adaptarnos a las cambiantes
circunstancias. Es como si una anquilosis mental -parecida a la física pero más
difícil de gobernar, pues no es cierto eso de que haciendo gimnasia (ni
siquiera con la práctica cotidiana del ajedrez o escribiendo artículos en los
periódicos) se conserve la memoria y la agilidad intelectual- se apoderara de
nuestros pensamientos. Es, digo, como si el paso del tiempo convirtiera nuestro
cerebro en un ente cada día más rígido, menos elástico, aunque el pastoso
artefacto de sustancias blancas y grises, los sesos para entendernos, en
apariencia siga siendo tan viscoso y fresco como el primer día.
Por eso cuando el ser
humano esta capacitado a aprender es en los primeros años de vida en los que
todo se absorbe, para ir después muy lentamente endureciéndose la esponja de
nuestro cerebro hasta convertirse en un órgano viejo y duro y, por lo tanto,
lento en su funcionamiento aun cuando tenga la suerte de conservarse íntegro,
físicamente íntegro, y más o menos irrigado por unas arterias que como el resto
del organismo y como el propio cerebro, comienzan a claudicar.
Visto lo visto he
decidido continuar hablando castellano antiguo y seguir llamando “y griega” a
la ye y seguir diciendo solo cuando quiera decir solo y sólo cuando quiera
decir solamente. Y, así, estoy seguro de que ustedes, durante el tiempo que me
quede de columnista seguirán entendiéndome.
Por eso para mí y para ustedes, mientras me lean, Ye seguirá siendo sólo
un pequeño pueblo lanzaroteño, allá por los altos de Famara,
unas cuantas casas solas en las cercanías del manriqueño Mirador de Río. Y es
que después de las noticias más recientes sobre sueldos y pensiones y sobre
cambios gramaticales me niego hacerme más dúctil en estos mis últimos años.
¡Que se adapten los jóvenes! Y haciendo uso de esa rigidez exijo algún que otro
derecho irrenunciable: don ZP, no me retrase la jubilación ni un día, ya me ha
bajado el sueldo, déjeme disfrutar íntegramente de mi anquilosis mental. Don
Mariano, cuando le toque a usted, cumpla con su palabra y no me congele la
pensión ni un solo año. Y por último usted, don Paulino, el más cercano según
se dice, baile con la que quiera, aunque sea la más fea, pero impida que nos
quiten este nuevo mar tricolor de estrellas verdes que durante tantos años
hemos añorado y que ahora tenemos en la punta de los dedos, un mar tan canario
que no tendremos que repartirlo con nadie aunque eso nos empobreciera un poco
más. Y es que el que algo quiere algo tiene que pagar.
PD: Señores míos y sobre todo de ustedes mismos, lo siento, pero es posible que
mi anquilosis, tanto la física como la mental, me impida volver a votar(les).
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© Francisco Suárez Trénor