Güen de sein (10 de agosto de 2008)
Todos los sábados por la mañana desde hace algo más de un año –mi
memoria lo relaciona con el día que se inauguró el tranvía- entre las once y
las doce, suena en la plaza de Weyler una pequeña orquesta de instrumentos de
viento formada por seis o siete músicos contratados, según parece, por la Sociedad de Desarrollo;
ese engendro municipal que pretende, a golpe de clarinete, despertar a la
ciudad de un presunto profundo sueño. Pues bien, esta banda sabadeña debe tener
un repertorio no muy abundante, pues cada semana, irremediablemente, repite una
de estas dos canciones que en mi ignorancia musical titularé como “Güen de sein” y “Somos los
tuberculosos”, ambas con un ritmo propio del Nueva Orleans de antes del
Katrina. En esos momentos del día, la plaza se encuentra habitada, también
irremediablemente, por un grupo de taxistas, cada semana un poco más numeroso,
que junto a su parada esperan la llegada de un hipotético cliente; en las
proximidades de ellos otro grupo, esta vez de jubilados con camisas de tono
beige, cabeza cana y aspecto aseado que se cuentan por enésima vez historias de
la juventud y pequeños proyectos de futuro; y junto a taxistas y jubilados, si
hay barco en el muelle, un tercer grupo, ahora de cruceristas, dilapida su
fortuna en el kiosco allí existente, terminando con el contenido de una botella
de agua por familia, mientras un grupúsculo satélite de similares
características, hace lo propio al ritmo de “Lilí Marlen”
con los helados californianos comprados en un carricoche que, aparcado en la
esquina con el motor en marcha, caldea algo más la veraniega atmósfera de la
plaza. A ellos -a conductores, pensionistas y turistas- pretende demostrar la
autónoma sociedad, que la ciudad esta cada semana un tanto menos aletargada,
para que más adelante, en sus vehículos, en sus viajes del Imserso
y en sus cruceros, lo divulguen por el mundo y éste conozca nuestras grandezas
y nuestro intangible patrimonio. A este ritmo, en pocos años será insuficiente
la superficie de la plaza para acoger cada sábado a tanto choni derrochador,
que ya no llegará hasta ella después de haber vagabundeado aburrido y sin rumbo
por la ciudad, sino tras un baño en la plaza de España y orientado por los
acordes de una nueva Nueva Orleans, valga la
redundancia.
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Francisco Suárez Trénor