Samarcanda (1 de julio de 2008)

 

Nadie sabe cómo llegó a la plaza. Nadie sabe en realidad cómo llegó a la ciudad o a la isla. Nadie lo sabe. Un día cualquiera amaneció sentado en un banco y ahí, en la plaza, se quedó durante años. Nadie sabe que otro día, hace ya muchos años, soñó mientras dormía en su casa lejana, que también esta situada delante de una plaza, una plaza de tierra donde jugaba al fútbol con sus amigos con una pelota de trapos. Soñó, decía, con un futuro mejor para su gente. Y soñando con un mundo mejor abandonó su casa, su plaza y su ciudad en un cayuco con dos de sus hermanos y alguno de sus amigos futbolistas. La plaza quedó sola, sin partidos de fútbol. La casa quedó sola, sin el ruido de los jóvenes. Y la madre quedó sola, rodeada de un profundo silencio. Los hijos se marcharon casi sin decir adiós. Su marcha era un secreto.

No había patrón en el cayuco. Orientarse con una brújula es fácil, les dijeron, siempre hacia el norte. Y al cabo de unos días, si todo va bien, siempre hacia la montaña blanca. Eso hicieron, siempre hacia el norte, siempre hacia la montaña blanca. Pero un día, cuando ya pensaban en cómo llegar a la costa cuyas lucecitas habían visto temblar durante la noche, el cielo amaneció oculto por la calima y se hizo presente un fuerte viento que soplaba del sur. La mar embraveció. Una enorme inesperada ola dio la vuelta a la embarcación. Al hermano mayor se lo llevó la mar junto con la brújula y los restos del cayuco. Sus amigos de la plaza, que no sabían nadar, se fueron hundiendo uno tras otro. Despertaron solamente unos pocos en las camas de un hospital y de él huyó nuestro hombre hacia la plaza sin saber en realidad a dónde iba. Su hermano pequeño iba con él pero tuvieron que separarse. No volvieron a verse. Nunca quiso volver a un hospital. Nadie tuvo oportunidad de retirarle los fijadores externos que perforan su tibia izquierda.

Desde aquel día pasea su elegante figura masai cubierta con una manta por la plaza y sus alrededores, bebe agua de la fuente de mármol y fuma colillas recogidas del suelo y de las papeleras. Nadie me ha dicho dónde come. Y desde entonces, desde el día que amaneció sentado en el banco, habla, habla y habla. Habla con su madre que envejece en la casa de la plaza lejana hablando con sus hijos ausentes; con sus amigos futbolistas mientras en el kiosco de la cercana plaza retransmiten la Eurocopa de fútbol; con su hermano mayor, que se llevó la brújula a otro mundo; y con su hermano pequeño que vive en las afueras de Berlín y que es el único que no le contesta. Habla y vive solo en su banco de la plaza, probablemente en un mundo mejor.

 

©Francisco Suárez Trénor

 

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