Presuntos amigos (4 de abril de 2011)
Tengo la impresión
de que hay palabras que utilizamos en exceso, de que lo hacemos sin descifrar
su significado auténtico. Tal es el caso entre muchas de “culpable” un término
que nos sirve para presumir de inocentes y de honestos. Son culpables siempre
los demás, los políticos, los jefes, los compañeros de trabajo, hasta la suegra
si se tercia y, por supuesto, los que no ceden el paso cuando nosotros, que tal
vez vayamos a una velocidad excesiva, llevamos la razón ante un sujeto que sale
por la izquierda en cualquier cruce de la carretera o por nuestra derecha en
una de esas rotondas que han surgido como por arte de magia a lo largo y ancho
de nuestra geografía. Tal es su abuso, que para cubrirnos las espaldas, para
evitar que su uso nos pueda hacer delinquir –y convertirnos por tanto en
culpables- hemos aprendido a utilizarla precedida de la palabreja “presunto”
que nos descarga de toda responsabilidad y que tan poco utilizábamos hasta hace
algunos años. En la dictadura nadie era presunto. En aquella época se nos podía
acusar de rojo, de comunista, de marica, de vago o de maleante –a mí incluso se
me acusó de mal estudiante- y nadie, me refiero a los adictos al régimen, que
eran los que acusaban, tenía que demostrar que lo eras. No había presunciones.
Seguramente, que no lo sé, la justicia era menos justa, pero eso sí, era mucho
más rápida, con lo cual el culpable, el presunto de nuestros días, dejaba de
serlo mucho antes.
Otro término que de
tanto uso ha perdido todo su prestigio es la palabra “amigo”. Ya lo es
cualquier famoso que se digne a colocarse delante de un objetivo fotográfico
con esa epidemia de individuos a los que llamamos fans. Fulano es amigo mío,
dicen estos fanáticos, como si con eso fueran tan importantes como lo es para
ellos el tal Fulano. Pero lo peor para esta palabra ha venido de esa red social
que muchos utilizamos, aún no sabemos por qué,
que llama amigo a cualquier conocido sea hombre, me refiero al ser
humano, animal o cosa. En ese medio yo puedo ser amigo, por ejemplo, del kiosco
de la esquina y no de su dueño Pedro, del restaurante Ekade
y no del dueño Ramón, que además en la vida que seguimos llamando real, es mi
sobrino, e incluso puedo ser amigo de este periódico, y digo del periódico, no
de su dirección o de su personal, un periódico que parece ser que aspira, al
menos en el ciberespacio, a que yo le diga dos o tres veces al día que me gusta
lo que hace. A ti, a Fulano y a Mengano les gusta esto me informa mi ordenador
cada vez que me conecto a esta red social. Y para colmo, hoy he oído, como si
fuera la noticia más importante de un telediario que el programa Tonterías las
justas, presume de tener un millón de amigos en esa red. Por favor, tonterías
las justas, digo yo también.
Y mientras tanto, en estos días me he reunido con un grupo de
amigos al que sus componentes denominamos Los Siete Magníficos por razones que
no vienen al caso -Manolo, Santiago, Juan Enrique, Juan L, Jose
y Antonio- a los que se han añadido con el paso del tiempo, como a los
mosqueteros de Dumas, un octavo y hasta noveno componente, Juan Gregorio y Mingole. Y tras despedirme de ellos no puedo evitar que me
ocurra lo que seguramente le ocurrió a Jesús cuando salió de la última cena.
¿Serán realmente todos ellos mis amigos? Y es que hemos utilizado tantas veces
y tan mal aplicada esa palabra que ya no puedo creer en su significado.
Tengo la tranquilidad, eso sí, de que ninguno lo es todavía en el Cara Libro
ese.
@Francisco Suárez Trénor
|
|
|
|
|