Los mejores libros (8 de enero de 2009)
Llegaron los últimos
días del año e irremediablemente en el suplemento literario del periódico de
tirada nacional que leo cada sábado se publicó la lista de los mejores libros
lanzados por las editoriales españolas durante el mismo. Y con esta lista llegó
una vez más una de mis frustraciones anuales que no es otra que la ausencia en
mis lecturas de la inmensa mayoría de los que los críticos consideran los
mejores. Claro, me podrán decir ustedes, eso nos ocurre a todos, incluso a los
críticos consultados ¿O crees que ellos han leído todos los libros de la lista?
Supongo que esta será la verdad, pero a mi me da la impresión de que me estoy
quedando con un porcentaje muy pequeño de lo que realmente merece ser leído de
lo publicado en las editoriales de lengua española. Y eso sin contar lo que se
edita en el archipiélago que estos críticos, ibéricos al fin y al cabo, estoy
seguro que ignoran por completo.
Tengo que reconocer
que mi capacidad de lectura, en cantidad, ha disminuido de forma considerable
en los últimos años. He pasado de ser un comprador y lector de libros
compulsivo a un lector pausado de títulos largamente revisados en las
estanterías de las librerías, en las que además huyo sin proponérmelo, como si
de una fobia se tratase, de las que contienen las últimas novedades y los
incluidos en las listas de más vendidos. Por ejemplo, me costaría mucho comprar
el último libro de Ruiz Zafón e incluso de Paul Auster y no digo nada si se
trata de series tan leídas como la de Alatriste
de Pérez Reverte. Para esto tengo que esperar a que me lo recomiende un amigo
de confianza y cada día tengo menos amigos de los que confiar en este sentido y
es que hay quien recomienda cada cosa que no sólo se merecería perder mi
confianza sino también mi amistad. Se une a todo esto mi afición, posiblemente
chauvinista, a la lectura de libros de escritores canarios, que ocupan en la
práctica tras una decisión meditada y voluntaria casi la mitad de los libros
que compro y que leo. Por sistema cuando adquiero un libro, sea el que sea,
compro otro de algún escritor de nuestras islas y, de la misma forma, leo
simultáneamente a unos y otros. Si a esto le sumamos los libros que podemos
considerar de obligada lectura, o sea los que se han convertido en clásicos –en
la actualidad leo con entusiasmo Absalón,
Absalón de Faulkner- o relectura –la última: Cien Años de Soledad de García Márquez- me quedan pocos huecos para
leer los de la lista del suplemento literario. Se me ocurre que lo que debería
hacer es leer aunque sea con un año de retraso y en riguroso orden los ocho o
diez primeros de la lista. Al final desde el punto de vista literario sólo
sería como si me muriese un año antes, pero habiendo leído los mejores libros
de cada año y habiendo oído hablar de los que nunca podré llegar a leer, los
del último año de mi vida. Posiblemente leería más calidad, de acuerdo con los
críticos, pero sería posiblemente mucho más aburrido y de seguro mucho más
tendencioso.
Otra alternativa,
quizá la más inteligente, sería indicar en mis últimas voluntades, junto a mi
rechazo a las autoridades que ustedes tanto me recuerdan, mi deseo de ser
enterrado en el cementerio de Os Prazeres -¡Qué hermoso nombre para un camposanto!-
donde, como el Pessoa de El año de la
muerte de Ricardo Reis, dispondría de unos meses más de energía literaria y
de unos sosegados paseos vespertinos post-mortem junto a alguno de mis
heterónimos. Dejaría todos los gastos pagados, por supuesto, que no cunda el
terror entre mis deudos.
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© Francisco Suárez Trénor