Quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija, dice un
hermoso y conocido refrán castellano. Refrán que ya presupone la existencia de
al menos dos tipos de sombra: la buena y la mala. Aunque en mi opinión, la mala
sombra no existe como tal, como sombra física, lo que existe es la sombra a
secas y la buena sombra con todas las gradaciones que nos apetezca entre la una
y la otra: fresca, suave, alargada, etcétera. Otra cosa es la mala sombra que
proyectan algunas personas, de la que es posible que hablemos algún día. Vienen
estas divagaciones a cuento porque hoy quiero hablar de las de los árboles, que
son las más naturales de las sombras. Y tiene Santa Cruz buenos árboles para
darlas. Sombras que convierten a la ciudad en un lugar ideal para el paseante.
Entre la plaza de la Paz
y el parque García Sanabria, a lo largo de la Rambla –a la que evito añadirle nombre no por
razones políticas sino porque desde niño así la he llamado y así quiero seguir
llamándola- existe la más larga y fresca sombra de la ciudad, la de los
llamados laureles de indias, esos majestuosos árboles con troncos como pies de
elefante que nos cobijaron en los juegos infantiles y en los amores de la juventud.
Y que nos continúan dando cobijo hoy en los vespertinos paseos de la madurez.
Unos hermosos árboles que han visto menguadas sus copas, y por lo tanto su
frescor y la bondad de su sombra, por culpa de la importada mosca blanca y de
las tropicales caricias del Delta. ¿Sabían ustedes que estos laureles nuestros
son parientes de las higueras? ¿Sabían ustedes que lo que consideramos sus
frutos son en realidad sus flores? Unas flores a las que la naturaleza les ha
dado la vuelta como si fueran unos calcetines para protegerlas de algo que, al
menos yo, no llego a entender. Unas flores o frutos, unos milimétricos higos,
que en mi infancia no llegaban a madurar como lo hacen ahora, lo que permitía a
los niños de entonces, mientras cansinamente caminábamos hacia el colegio,
disfrutar del placer de ir pisándolas y escuchar cómo reventaban , al romperse
de forma brusca su cáscara. La de los laureles de indias es para mí la sombra
urbana por antonomasia, la más acogedora que nos puede ofrecer una ciudad. Por
eso a mi me gusta pasear de vez en cuando a la sombra de los laureles, de
nuestros queridos laureles de indias.