Honorable suicidio (18 de diciembre de 2008)
Con el paso de los
años esta sociedad neoliberal que nos ha tocado vivir ha ido perdiendo algunos
de los valores más tradicionales. Uno de ellos es el honor, esa cualidad moral
que adornaba el comportamiento de los seres humanos, tanto más cuanto más altos
se situaban en la pirámide social, durante el siglo XIX y el primer tercio del
XX. En aquellos años, el honor, que ya venía precedido de un enorme prestigio,
se adueñó de las costumbres sociales más arraigadas y el individuo fue capaz de
vivir, y sobre todo de morir, por él.
Nunca he llegado a
entender del todo aquellos enfrentamientos tan bien reglamentados, con sus
jueces y testigos, que eran los duelos. Duelos de honor, decían. Aquellos
matutinos desafíos entre caballeros, precedidos cuando las cosas se hacían como
debían hacerse por el lanzamiento de un guante, que al perdedor, por muy
honestas que hubiesen sido sus intenciones, podían costarle la vida y la
pérdida del honor para toda la eternidad. Sigo sin entender cómo la puntería
con las armas de fuego o la habilidad con el florete y otros artilugios
punzantes podían determinar el honor o la deshonra de un individuo.
Pero el suicidio es
otra cosa. Al suicidio, cuando la depresión mental aún no existía, se podía
llegar por la melancolía -nunca como enfermedad sino como fase final del amor,
o del desamor que diría algún sensible seguidor del sensible Gala- o por el
honor. Y es a éste, al suicidio por honor, al que quiero homenajear hoy desde
esta columna.
En el crack del 29
fueron muchos los banqueros e inversores que, mancillado su honor por
participar en alguna estafa de mayor o menor calado pero nunca como la de
Madoff o, simplemente por haber perdido su estatus social y económico,
decidieron quitarse la vida de una manera más o menos novelesca. A más honor
más espectáculo, decían los que lo vivieron. Y aquello tuvo su encanto. Se
purificó Wall Street y gracias a ello
durante casi ochenta años sus herederos pudieron seguir dirigiendo las
finanzas mundiales. Y sin embargo, en esta crisis que corre, los culpables
esperan tranquilamente, en ocasiones exigiéndolo, que los gobiernos les
inyecten el dinero suficiente para que el sistema no se hunda. Ni ellos
tampoco, claro. Y así estamos, sin un solo suicida. Con el honor, entonces tan
prestigiado, cada día más tirado por los suelos. Con el riesgo incluso de
perderlo definitivamente.
Desde aquí animo a
los culpables de esta crisis al suicidio redentor, al suicidio como mal menor,
como consuelo para sus viudas y herederos que, salvo excepciones, tras la ruina
podrían continuar con su tren de vida hasta que el cambio climático de Al Gore
los hiciera zarpar en sus yates desde la mismísima escalera de Wall Street por
un mar cada vez más cálido, más amplio y más necesitado de sus inversiones.
Personalmente, si
tuviera influencias por esos lares, haría gestiones ante el Sumo Hacedor para
que esos honorables suicidas, olvidados del becerro de oro, danzaran
eternamente al ritmo de los clarinetes de ángeles y querubines. Palabra de
honor.
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© Francisco Suárez Trénor