Domicilio: Pantalán 2 (11 de enero de 2010)

 

En el Santa Cruz portuario, en esa zona de la ciudad que debería unirnos al mar pero que en realidad nos separa del mismo, cuando uno de sus proyectos fracasa -es decir, una dársena destinada al comercio de mercancías no sirve para lo que fue diseñada o una dársena pesquera queda larga o corta, que de esto no estoy muy seguro- se rellena su interior con una serie de pantalanes que no ofrecen al navegante deportivo otra opción que la de repostar agua y conectarse a la luz y, quizá este sea su atractivo, el atracar en el centro esta ciudad asimétrica que sitúa su comercio en la periferia para recordarnos que Santa Cruz una vez, hace ya muchos años, fue un pueblo marinero y pesquero.

 Alguno vendrá, musita el autor de la idea parche en su presentación para que sólo lo escuchen los amigos cercanos, y ahí queda la prevista dársena comercial convertida en un puerto deportivo que no tiene muy claro cual a de ser su cometido y mucho menos cual será su futuro. Y aun así, a pesar de todos los malos augurios del columnista que hoy anda, por lo que se ve, algo pesimista y escribe gracias a los ánimos que le da Camary cuando se cruza con él en la Plaza de los Patos, alguno viene y atraca y permanece más tiempo del que habíamos previsto – y del que él mismo había pensado- y rehace su vida formateando el disco duro que le había ayudado a llegar a puerto y a huir de un pasado que no necesariamente es un fracaso mayor que el de cada uno de nosotros y, viendo la isla desde el otro lado de la imaginaria frontera que es el muelle, va conociendo poco a poco una ciudad al revés de las que nosotros conocemos, una imagen especular de la que los nacidos tierra adentro nos hemos formado. Y es que esa ciudad, para Juan (había que ponerle nombre a nuestro navegante, que además procedería paradójicamente de los inmensos secos mares amarillos de Castilla, de ahí su enorme conocimiento de lo que es el sotavento y el barlovento y su ignorancia, que nunca reconocerá –es español- de lo que es un trinquete, vela de la que su barco carece) comienza en un enorme inhóspito aparcamiento que rodea un edificio de servicios que al parecer las disputas entre una y otra autoridad –la municipal y la portuaria supongo- han obligado a abandonar antes de su inauguración, para continuarse con los puestos de un mercadillo que posiblemente disfrace a esta zona de plaza Jema el-Fna de Marrakech hasta después de carnavales, cuando al quitarle el disfraz se descubra nuevamente como la destartalada Avenida del Colesterol donde los sobrepesados de la ciudad nos paseamos con la intención  de continuar comiendo jamón serrano que al fin y al cabo no deja de ser colesterol bueno, antes de que los chinos le cojan el gustito y se dispare su precio en el mercado (y en la recova, claro). Y el bueno de Juan, el pacífico castellano invasor que da sentido al pantalán y al puerto, para llegar a la ciudad propiamente dicha tendrá que bordear el Charco del Ascenso que continuará con su geiser cerrado para no manchar con agua salada los parabrisas de los taxis que ven agonizar  su negocio en la parada cercana. Y así el ibérico Juan –tanto o más que el jamón- conocerá poco a poco la isla y le cogerá algo de cariño, pues como ustedes saben Tenerife es como un niño, hasta que algún día no muy lejano parta buscando nuevas experiencias en las aguas de Santa Marta, la que no tiene tren, o de Cartagena de Indias la, caribeña hermana de La Laguna.

 

¡Suerte, amigo, y viento en popa!

 

Rafa y Santi      Mis columnas       2010, odisea del espacio

 

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© Francisco Suárez Trénor