Discapacidades y otros eufemismos (23 de abril de 2011)

 

Hasta hace algunos años decíamos la palabra inválido sin ningún espíritu peyorativo. Lo era simplemente alguien que no valía para algo, por ejemplo, para caminar. Y es que sobre todo se llamaba así a los que no podían andar y se desplazaban en sillas de ruedas más o menos rústicas y no pasaba nada más. Unos se desplazaban de forma  autónoma haciendo girar las ruedas con una especie de manubrio que hacía girar una cadena similar a las de las bicicletas y otros se hacían trasladar por sus familiares o amigos. Entonces tampoco se hablaba de cuidadores, aunque los había. Y todos ellos, los inválidos, soñaban con unas sillas eléctricas como las que ahora vemos. Pero el caso es que hoy día si a uno se le escapa esa palabra, inválidos, aunque sea hablando de París, inmediatamente surge alguien a su alrededor, alguien bienintencionado, por supuesto, que le corrige y le dice: discapacitados, señor, se dice discapacitados. Ese alguien no se da cuenta de que ambas palabrejas vienen a decir lo mismo. Que un inválido es alguien que no es capaz (de algo) y que un discapacitado es alguien que no vale (para algo) o viceversa. Todo lo demás solo son modas, palabras que se utilizan, con más o menos acierto, en un tiempo o en otro.  Ocurre lo mismo con la palabra subnormal, que sólo significa por debajo de la normalidad, y que hoy aterra y ha sido sustituida por el término médico oligofrenia o por el eufemismo discapacidad mental. Antes se hablaba de los subnormales con tanta naturalidad que muchas asociaciones protectoras utilizaron esta palabra para constituirse (Asociación Pro Subnormales). Con el paso del tiempo, en algunos casos sus dirigentes han decidido cambiar aquella subnormalidad tan natural en su época, por el eufemismo: discapacidad intelectual, que podría englobar, si fuéramos puristas tanto a los infradotados de los que hablamos como a los superdotados (palabra que sin embargo no nos avergüenza decir). Tengo un hijo superdotado dicen los padres, casi con orgullo, sin darse cuenta de que tienen un problema. Y el niño problema, mientras tanto, habla y habla sin parar de mecánica cuántica enfrentándose a las teorías del mismísimo Einstein o de las civilizaciones griega, etrusca o azteca con más cocimiento que si hubiera vivido en ellas y termina a los cuarenta años, más aburrido de esta vida que de los recreos del colegio, pensando en una autolisis fría y sofisticada, nunca en el vulgar suicidio de los melancólicos. Son tantos los avances que hoy día hablamos de porcentajes de  discapacidades: yo tengo un sesenta y seis por ciento de discapacidad, comentan algunos orgullosos. Y es que siendo discapacitado, uno puede tener beneficios laborales, sociales y tributarios. Y tanto ahora como antes, la pela sigue siendo la pela y el aparcamiento cada día está más difícil y, si es necesario, yo, aunque no lo sea, soy más tontito que tu, que diría la exministra. Todo esto que les cuento, sin más ánimo que el de divagar un rato y pensando que en la mayoría de las veces esos beneficios son justos, ya ocurrió anteriormente con palabras como: idiota, imbécil, cojo, o petudo. A ver a quien se le ocurre en nuestros días llamar idiota a un idiota, petudo a un petudo, cojo a un cojo o imbécil a un imbécil. Terminaría en los tribunales.

 

©FranciscoSuárez Trenor

 

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