Brotes verdes (18 de septiembre de 2009)
Buscar brotes
verdes, y de manera especial presumir de encontrarlos, en medio de un paisaje
frondoso y húmedo como pueden ser nuestros bosques de Anaga es posible que sea
una de las mayores estupideces del mundo. Pero mayor estupidez, tal vez ésta sí
la mayor, es buscarlos donde no puede haberlos. Iba a poner como ejemplo el
desierto pero todos sabemos que en el más grande y seco del mundo, el del
Sahara, pueden surgir pequeños brotes de plantas de la misma forma que han
surgido grandes milagros como los oasis maravillosos de las mil y una noches o
las cuevas de Ali-Baba y los cuarenta, por no hablar de los campamentos de
refugiados de Tindouf. Tendría que ser el del ejemplo
un paisaje mucho más seco, como el Salar de Uyuni, el enorme lago de sal de las
cumbres bolivianas donde, dicen los entendidos, no puede crecer brote verde
alguno. Bueno, pues nuestro hombre -¿hace falta a estas alturas decir a quién
me refiero?- que cuando empezó a pisar la sal pensó que era maná caído del
cielo y acusó de antipatriota al que no pensara como él, ve ahora brotes verdes
sin darse cuenta de que es muy pronto, que posiblemente aquellas manchas que ve
sean oscuras sombras verdosas de nubes borrascosas; que tenemos que atravesar
el salar y que entonces, cuando haya quedado a nuestra espalda, cuando pisemos
sin dudarlo tierra y piedras, cuando caminemos con el paso firme, veremos cómo
el destino, o a quien le corresponda hacerlo, nos regala la visión de un fresco brote verde y,
por qué no, de alguna lúdica humilde florecilla acompañante. Pero habrán de
pasar para que esto ocurra muchos meses, tal vez años; habrán de pasar, me
temo, algunas estaciones más cálidas, socialmente hablando, que éste verano que
nos dejará muy pronto lenta pero inexorablemente.
Mientras tanto
tendremos que conformarnos con la objetividad de nuestra flora urbana que esa
sí que nos regala brotes verdes que quizá no estemos habituados a ver aunque
vayamos por las calles con los ojos bien abiertos. Brotes que podríamos
acostumbrarnos a encontrar si paseáramos más despacio, levantando la cabeza de
vez en cuando y mirando con curiosidad rincones y tejados, en lugar de correr
cabizbajos de casa al trabajo y del trabajo a casa o al supermercado o a buscar
a los niños a unas actividades extraescolares que también les impiden serenarse
lo suficiente para descubrir esos brotes que yo veo. Y con seguridad otros que
ellos encontrarían, pues su capacidad de asombro y percepción es con seguridad
muy superior a la mía, si entre una y otra actividad se les permitiera pasear
por la calle con la misma tranquilidad que lo hacíamos nosotros en aquel país
de nuestra infancia que ahora nos hemos empeñado recordar en blanco y negro. Se
trata de unos brotes que, como los verodes, comienzan
a crecer en las grietas de las construcciones de los alrededores de nuestros
laureles de indias, algo que yo desconocía hasta que fui alertado por un
lector, el amigo Isauro, que me avisó de la capacidad de reproducción
espontánea, y por lo tanto de convertirse en invasores, que con la madurez de
sus frutos han adquirido estos hermosos árboles.
Les propongo un
juego, que los encuentren ustedes y que me indiquen dónde lo han hecho. Quizá
descubran alguno más. Yo tengo localizados cuatro, todos ellos cercanos a mis
paseos cotidianos. Dos de ellos en las grietas de sendos edificios de la calle Robayna y de
‹‹‹ Anterior
(Compañera) Mis
columnas Siguiente
(MaLena) ›››
©
Francisco Suárez Trénor