Agricultores y mercadillos (7 de julio de 2010)
Soy un auténtico
ignorante en cuestiones de mercado ya sean éstos de valores, en los que
invariablemente pierdo una y otra vez parte de mis ahorros; o de alimentación,
donde sospecho que me ocurre exactamente lo mismo, aunque en ellos las pérdidas
no puedan ser valoradas de una forma tan tangible y contundente. Y no hablemos
de los inmobiliarios o de los dedicados al narcotráfico que ambos superan en
mucho mis capacidades y mis intereses. Aun así, el hecho de obligarme a
escribir estas columnas que ustedes leen de cuando en cuando, me obliga a su
vez a reflexionar sobre las cosas que me indican que puedo o debo comentar. No
dejes de hablar de los taxis –me dicen- o del tranvía, de la crisis, del
celibato, de las declaraciones de tal o cual consejero o concejal, de fachadas
robadas y escaleras que no se saben dónde están… y de lo que publican o dejan
de publicar los periódicos. Si yo fuera tú, escribiría de esto o de aquello
-insisten. Y así, entre una opinión y otra, charlando con uno de ellos mientras
compraba unos bubangos y unas papitas para hacerme un potaje al más puro estilo
internet, pues a esos extremos me ha llevado la vida -me refiero a hacerme un potajito de cuando en cuando- me dijo que por qué no
hablaba de los mercados del agricultor que últimamente florecen en la mayoría
de nuestros municipios, de esos mismos municipios que dependen cada vez menos
de la agricultura y reconvierten sus huertas y fincas en espacios donde
celebrar cumpleaños infantiles o jubilaciones. Fíjense ustedes cualquier sábado
o domingo en la cantidad de multicolores globitos indicadores que se cuelgan a
lo largo de cualquiera de nuestras carreteras para indicar a los invitados
dónde es el cuarto de aperos de la familia del homenajeado de turno. Y es que
es durante esos días de finde o de güiquen, según se
prefiera, cuando se multiplican barbacoas o tenderetes con los más variados
motivos en los mismos lugares donde nuestros antepasados plantaban papas o
criaban cabras para su subsistencia. Pero volvamos a estos mercadillos
semanales que nacen, según tengo entendido, con el espíritu bien intencionado
de evitar la especulación de los intermediarios que ya no son aquellos de los
que hablaba Nijota en sus coplas, sino los que vemos
entrar cada día en sus mansiones de nuevo rico en sus inútiles todoterrenos de
lujo que nunca han caminado fuera del asfalto, o también los que no vemos,
porque ni nacieron ni viven entre nosotros,
y que dirigen clubes de fútbol y otras sociedades más o menos alegales
donde es fácil blanquear el dinero negro y ennegrecer el polvo blanco, que no
se trata precisamente del talco esnifado por los indianos de La Palma. Pero
resulta que esos mercadillos locales han terminado convirtiendo en
intermediarios a los agricultores, que venden los productos al mismo precio que
las tradicionales recovas o los supermercados, con la tonta disculpa de que son
de la tierra y que, por lo tanto, se les supone mejores y más frescos, cuando
la razón de ser de todo el tinglado era, en principio, además de facilitar la
venta a los agricultores locales, abaratar esos productos de la tierra a los
consumidores que, tan ilusos como usted
o como yo, nos desplazamos en supuestos agradables paseos de fin de semana, por
unas abarrotadas carreteras eternamente a medio terminar, hasta las
proximidades de sus huertas, ahorrándoles, por lo tanto, el transporte. Y al
terminar la jornada ingresan sus beneficios en el cajero más cercano y regresan
a sus casas en unos pick-up tan lujosos como los vehículos de los intermediarios,
aunque, eso sí, mucho más útiles y eficaces.
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© Francisco Suárez Trénor