Seguridad (9 de
diciembre de 2009)
Será porque no tengo la conciencia del todo tranquila, pero cada
vez que entro desde la plaza de Weyler a la calle del Castillo y casi me
tropiezo con el furgón de la Unipol, esa agresiva
policía municipal que en mi opinión deberíamos ahorrarnos, se me acelera el
corazón. Como se me acelera si cuando paseo por dicha calle viene detrás de mí
un coche de la
Policía Nacional patrullando con su molesto ruido de motor
diesel o cuando un Policía Local me adelanta con una moto gigantesca del todo
inapropiada para la abarrotada calle que vigila. Y es que desde casi mi más
tierna infancia no tengo ninguna confianza en los individuos uniformados,
especialmente si van armados con porras y otros instrumentos antidisturbios o
con armas de fuego. Uno puede pensar, si quisiera buscar las causas de tan
intenso rechazo, que son secuelas producidas por las carreras delante de aquel
gris furgón de la Policía Municipal que llamábamos María La Chivata o por la dictadura
militar, y por lo tanto uniformada, que sufrimos los de mi edad durante la
infancia y la juventud. Una dictadura uniformada que nos hacía temer a los
propios militares, así como a guardias civiles, policías armados e incluso a
los carabineros de las aduanas (que requisaban a los canarios botellas de
güisqui, cartones de tabaco, transistores o unas horteras gafas rayban tan de moda en aquella época, como si fuéramos
delincuentes de alguno de los carteles de Cali y fuéramos a hacernos ricos a
costa de las arcas de aquel Estado uno, grande y libre) que por razones que
desconozco vestían igual que los guardias civiles (a lo mejor lo eran) o los voluntarios de la
Cruz Roja que se disfrazaban de militares y
como tales se saludaban entre sí antes de recoger en la camilla al futbolista
lesionado o de trasladar a la
Casa de Socorro al borrachito de turno, reincidente contra la
ley de vagos y maleantes, que afeaba una ciudad tan invicta, benéfica y noble.
Y es que desde que a algunos individuos los visten de uniforme y la añaden una
porra se creen en el derecho de no atender a explicaciones y de no tener que
justificar sus acciones.
En aquel tiempo fue el Ejercito el que incumpliendo con su
obligación, que no era otra que defender a la patria de agresiones externas
–entonces no tenía encomendadas misiones de paz- tomó las armas contra el
gobierno y se produjo lo que se produjo. Pero hoy día, en nombre de la
seguridad, estamos armando poco a poco un pequeño ejercito de Guardas de
Seguridad Privados que al mando de no se sabe quién hemos puesto a vigilar
edificios privados y públicos, discotecas y salas de fiestas e, incluso,
instalaciones militares y espacios públicos. Guardas de Seguridad Privados cada
vez mejor preparados tanto en lo físico como en armamento que sin embargo no
están preparados -según han demostrado- para saber hasta donde tienen que
llegar. Guardias de Seguridad Privados pagados por nosotros que atacan a
nuestros hijos y nietos hasta dejarlos con secuelas de por vida cuando la suerte
evita que mueran en sus manos. Creo que todos podemos recordar algún caso que
los también tremendos de Aitana y Aminetu no nos
pueden hacer olvidar. Reflexionemos todos y búsquele una solución quien
corresponda.
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