Rentabilidad cultural (15 de octubre de 2008)

 

Tengo que reconocer que siento un especial afecto por algunos políticos de nuestra comunidad canaria de vecinos. Y también que estos afectados por mi afecto ocupan ya en su mayoría un espacio entre los jubilados, cuando no entre los fallecidos. Es ley de vida, diría mi amiga Concha. Un afecto que en el caso del que hoy me voy a referir, lo justifican algunos recuerdos de infancia y juventud que no vienen al caso y que, por lo tanto, no voy a enumerar. Después de aquellos años, pasó el tiempo, llegó la transición y después la democracia y él inició una brillante carrera política que yo sólo pude seguir, desde mi humilde puesto de trabajo en las trincheras de la medicina, a través de la prensa, la radio y la televisión. Por ellas soy conocedor de su enorme capacidad de trabajo y de su famosa e injustificable impuntualidad. Pero ese afecto no puede ocultar mi sorpresa cuando leo sus declaraciones recientes a un periódico de las islas, en las que acepta y recomienda que el Auditorio de Tenerife sea rentabilizado por la celebración de bodas y otros eventos, porque la cultura no es rentable. Poco me importa, si digo la verdad, que el Auditorio de Tenerife, en sus “ratos libres” sea alquilado para algo de tan escaso prestigio como la celebración de bodas, bautizos, entierros, graduaciones de bachillerato, primeras comuniones, conferencias del señor Clinton, congresos generales de los partidos políticos, consejos de administración de la Sociedad de Desarrollo, asambleas generales de los autodenominados Hidalgos de Nivaria o, incluso, para la entrega de los anuales premios Canarias. Por mí, como si quieren presentar en él algo tan dudosamente cultural como el libro Guinness de los récords o el próximo disco de Pepe Benavente, nuestro experto en gripes. Pero la cuestión es: ¿En qué unidades mide mí afectado político la rentabilidad de la cultura? ¿En euros contantes y sonantes? ¿En un crecimiento económico especulativo inmediato? ¿En cubrir gastos? No, la rentabilidad de la cultura se mide a lo largo de muchos años y no es monetariamente valorable. Aunque sí lo debe ser en algo más difícilmente mensurable como el bienestar mental de la población o en el paulatino incremento de eso tan de moda y tan poco practicado que conocemos como respeto y tolerancia. Son unas unidades que ya deberían haber sido conocidas previamente por los responsables de la construcción del auditorio. Si mi jubilado amigo no entiende esto, es que desde un principio no entendió nada y que ese hermoso auditorio es para él sólo un edificio emblemático donde los turistas disparan sus cámara o un monumento por el que ser recordado. Una especie de Valle de los Caídos, pero sin tumbas, que después viene otra ley de memoria histórica y echa a perder todo el trabajo.

 


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© Francisco Suárez Trénor