Poliedros del mar (5 de septiembre de 2008)

 

No tengo bien claro si la poesía, si el arte en general, debe ser belleza. Alguien por estos lares, tan poblados de poetas filólogos, la relaciona más con la inteligencia que con la belleza, hasta el extremo de decir que un recital poético debe ser un festival de la inteligencia, exclusivamente de la inteligencia. A mí, sin embargo, que no pertenezco ni he pertenecido nunca a la joven o a la vieja poesía ni a ningún otro grupo o grupúsculo, y que, aunque he escrito algunos poemas, probablemente no deba ser considerado poeta, me gusta la poesía bella. Y es que la poesía bella, la que es belleza en sí misma es, además, una poesía inteligente.

Se me ocurre pensar que esto es así, después de disfrutar de una lectura pausada de Poliedros del mar, el último poemario, de momento, de Rafael Arozarena. Un libro que, según su autor, debe leerse en la costa al arrullo de la mar, en plena maresía, allá donde la mar nos entrega su sonido y su aroma, donde el mar se transforma en mujer, en compañera, y desde donde a lo lejos puede adivinarse el mar masculino, el de las líneas de navegación y los pozos de petróleo, el de las playas turísticas y los puertos deportivos, en fin, el mar de los negociantes. Ese mar que en Santa Cruz, nos han acercado a base de dársenas y cemento, para poco a poco alejarnos de la mar, de la mar mujer, de la mar de los poetas, que es donde habría de leerse Poliedros.

Pero a pesar de lo que diga el autor, yo les aseguro que este libro puede ser leído en cualquier lugar, incluso en plena estepa, porque Arozarena tiene la habilidad de convertir el ritmo de los poemas en el de las olas y el sonido de las palabras en el lenguaje de la mar. Les puedo asegurar que mientras leía el poemario, a un kilómetro de la costa más cercana, escuchaba el romper de las olas y ese sonido tan especial que produce la mar cuando nos habla. Y es que el autor, que en Altos crecen los cardos eliminó al hombre de la isla para que la sintiéramos aislada, sin nuestra influencia; en este poemario, en una hábil maniobra de mimo, se fusiona con el mar y logra que sea él -el mar hembra, el que se entrega sin pedir nada a cambio- el que nos hable. Así, olvidándose de signos ortográficos y valiéndose de forma exclusiva de la longitud de los versos, escribe líneas tan hermosas como éstas: Es la última hora del sol/ Cruza el cielo un ángel de labranza/ y las nubes derraman semillas/ Aran los peces el mar/ Los azules huertos/… O como éstas con las que termina el poemario cuando definitivamente fusionados autor y mar, el mañana llega, y el poeta, ávido aún de vida, se despide con un en apariencia indescifrable mensaje: Fuera ya del normal calendario que vivimos/ Lléveme Dios y los buenos alisios/ Hacia ti que eres mi querencia/ Allí donde mi soledad termina/ Y da comienzo tu piel. Y el libro acaba, pero no la poesía que nos acompañará mientras, asombrados, permanezcamos sentados en la orilla de la mar, de esa mar que nos habla, la mar de los poetas.

 

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© Francisco Suárez Trénor