Nostalgia y tarareo (2 de enero de 2009)
Con el paso de los
años y de la vida, aquella navidad alegre de nuestra infancia se va
transformando en la fiesta de la nostalgia. Una fiesta que, posiblemente como
homenaje a la Sagrada Familia, ha sido considerada la fiesta del reencuentro,
de la reunión de las familias separadas por la geografía y las obligaciones que
al estar vivos nos vamos buscando, la fiesta del “vuelve a casa” de los
anuncios televisivos. Y claro, a lo largo de los años, por razones naturales o
no, llega el momento en el que falta alguno de los miembros y entonces comienza
a manifestarse la nostalgia, que como alguien ha dicho es la felicidad del
triste. Y es que nos sentimos tristes por la ausencia de alguno de nuestros
seres queridos al mismo tiempo que nos sentimos felices por la posibilidad de
evocar su recuerdo y por la presencia de los que pueden estar junto a nosotros.
Ese agridulce sentimiento es el que le da a estas fechas un carácter especial y
lo que en principio sentimos por la familia, lo hemos extendido a los amigos y
compañeros de trabajo en forma de opíparas largas cenas o almuerzos a los que
algunas veces se une un nuevo miembro, el amigo invisible, una especie de
soldado desconocido que a pesar de su invisibilidad y anonimato sin ninguna
razón nos hace algún pequeño obsequio, generalmente de no muy buen gusto, que
no describimos para no deslucir ni un ápice el grado de nostalgia que habíamos
alcanzado.
Este año, en medio
de un ambiente pesimista por la situación económica, esta nostalgia navideña
nos ha llegado acompañada de otra, la nostalgia de los ochenta; la década del
Y mientras tanto, la
ciudad –ésta de
Anterior
(Buñuelos de fin de año) Mis columnas Siguiente (Los mejores libros)
©
Francisco Suárez Trénor