Nostalgia y tarareo (2 de enero de 2009)

 

Con el paso de los años y de la vida, aquella navidad alegre de nuestra infancia se va transformando en la fiesta de la nostalgia. Una fiesta que, posiblemente como homenaje a la Sagrada Familia, ha sido considerada la fiesta del reencuentro, de la reunión de las familias separadas por la geografía y las obligaciones que al estar vivos nos vamos buscando, la fiesta del “vuelve a casa” de los anuncios televisivos. Y claro, a lo largo de los años, por razones naturales o no, llega el momento en el que falta alguno de los miembros y entonces comienza a manifestarse la nostalgia, que como alguien ha dicho es la felicidad del triste. Y es que nos sentimos tristes por la ausencia de alguno de nuestros seres queridos al mismo tiempo que nos sentimos felices por la posibilidad de evocar su recuerdo y por la presencia de los que pueden estar junto a nosotros. Ese agridulce sentimiento es el que le da a estas fechas un carácter especial y lo que en principio sentimos por la familia, lo hemos extendido a los amigos y compañeros de trabajo en forma de opíparas largas cenas o almuerzos a los que algunas veces se une un nuevo miembro, el amigo invisible, una especie de soldado desconocido que a pesar de su invisibilidad y anonimato sin ninguna razón nos hace algún pequeño obsequio, generalmente de no muy buen gusto, que no describimos para no deslucir ni un ápice el grado de nostalgia que habíamos alcanzado.

Este año, en medio de un ambiente pesimista por la situación económica, esta nostalgia navideña nos ha llegado acompañada de otra, la nostalgia de los ochenta; la década del 23 F, del Sida, de la esperanza social, del cambio político y de Mecano, aquel grupo que sin darnos cuenta llenó nuestra vida de nuevos acordes, de una hermosa música sencilla y pegadiza pero de calidad, que en mi caso era con la que mis hijos, cumpliendo con las obligaciones de la edad, inundaban de alegría y bullicio cada rincón de la casa. Y uno, que ya los acompañó a la Plaza de Toros hace veinte años, nostálgico al fin y al cabo, los acompaña hoy al Auditorio y tararea con ellos las canciones que creía olvidadas e incluso acompaña con palmas el ritmo de las más pegadizas. Todo esto en un buen espectáculo que combina alegría y tristeza con un exceso moralina que en algún momento llega a empalagar. Un espectáculo a la altura de los de las capitales tradicionales del Musical, que se agradece.

Y mientras tanto, la ciudad –ésta de la Sociedad de Desarrollo, del güen de sein sabatino y de la celebración de la victoria sobre Nelson- me parece más aburrida y triste, quede claro que no digo nostálgica, que ninguna otra navidad.

 

Anterior (Buñuelos de fin de año)      Mis columnas      Siguiente (Los mejores libros)

 

Inicio

© Francisco Suárez Trénor