Libertad (16 de septiembre de 2008)

 

Me gusta como suena la palabra libertad, pero me gusta más lo que significa. Me gusta la posibilidad de acción o de omisión que por sí misma, por definición,  nos permite. Porque la libertad no solamente es la posibilidad de actuar de una manera o de otra, sino de hacerlo o no hacerlo. Me gusta la responsabilidad que emana de este concepto. Porque esa responsabilidad es la que nos hace auténticamente libres. Y de esta posibilidad de acción u omisión, de esta responsabilidad, está impregnada mi generación, ya que tuvo la suerte -­buena o mala- de vivir deseándola y en muchos casos de luchar por ella, y finalmente de conseguirla o de estar cerca de conseguirla, que dirían los más inconformistas. Y no me refiero solamente a la libertad política, sino también a la libertad social y de forma especial a la libertad individual que cada cual nos regalamos en este mundo de hoy. El hombre de nuestra época, especialmente en este país, ha logrado liberarse de multitud de tabúes que nos hacían triste la vida, que nos llenaban el espíritu de culpabilidades y remordimientos, que nos hacían ser un pueblo de caras largas y de ausencia de sonrisas, un pueblo gris, como lo era nuestra policía. Yo creo que, ante algunos de mis bienintencionados profesores, la sonrisa nos hacía sospechosos, cuando no culpables. Porque la sonrisa es consecuencia de la felicidad y ser feliz era, para ellos, ser culpable de algún delito contra la moral.

Leo en la prensa de estos días que, según una hipótesis del Dr. Martínez Sellés, el ser humano puede llegar a morir súbitamente, sin una patología previa, al ser detenido y privado de su libertad. Y es que se supone que unas pequeñas glándulas que todos tenemos, segregarían en exceso unas sustancias llamadas catecolaminas (entre ellas la conocida adrenalina), que aumentarían la tensión arterial y el pulso hasta producir una parada cardiaca. Unas sustancias cuya razón de ser, entre otras, sería la de mantener lo que se denomina la homeostasis, o sea, mantener constantes las constantes vitales ante las agresiones del mundo exterior. Una aparente perogrullada a la que, sin embargo, le debemos el estar vivos. Y es que una elevación brusca de ellas, como la provocada por una pérdida de libertad, puede llegar a producirnos la muerte. He vivido como profesional un par de casos en los que se ha producido esa elevación, aunque provocada por la presencia de un tumor en las glándulas que segregan las catecolaminas, las suprarrenales, y puedo decir que, efectivamente, los pacientes que la sufrieron estuvieron en las cercanías de la muerte.

Así puestas las cosas, las catecolaminas no serían sino las sustancias que actuarían como ejecutoras de una eutanasia natural ante la pérdida brusca de algo tan importante para el ser humano como la libertad. Por eso, algunos dictadores,  conocedores por la gracia de su dios del síndrome de Sellés antes de ser publicado, han preferido y prefieren mantener un estado constante de ausencia de libertad entre sus subordinados, es decir una enfermedad crónica, con el fin de que no se produzca bruscamente este estrés asesino. Y es que siempre, dicen sus seguidores, hay quien piensa en nuestra supervivencia. Eso sí, a costa de quitarnos aquella capacidad de decisión, aquella responsabilidad, de la que hablábamos y por la que, paradójicamente, algunos son capaces de entregar la vida.

A mí sin embargo, hoy por hoy, después de tantos años, hay algo que me gusta más que el sonido o el significado de la palabra libertad: la propia libertad con todas sus consecuencias.

 

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© Francisco Suárez Trénor