Las gallinas y sus huevos
Además de mis
incertidumbres y creencias existenciales, tengo desde que era muy pequeño la
duda de que pueda ser una paloma el símbolo de la paz –como pueden observar ya
desde la tierna infancia me distanciaba de Picasso y sus genialidades- y más,
si cabe, que pueda el Espíritu Santo tomar la forma de una de esas aves para
venir a este azul planeta nuestro a colaborar en la fecundación de alguien,
aunque ese alguien tuviera como misión cambiar la historia de la humanidad. Y
es que las palomas desde siempre me han parecido un tanto conservadoras y ñoñas
con esa manía de volver al palomar aunque las dejes a muchos kilómetros de
distancia y de insistir en el regreso aunque vuelvas a dejarlas en libertad una
y otra vez. No me imaginaba yo entonces con ese carácter a los mensajeros cuyo
patrón oro era Miguel Strogoff, el correo del Zar. Y
es que hay mitos como David Crockett, el Che Guevara
o el propio Miguel Strogoff, que nos acompañan desde
niños y en los que proyectamos seguramente lo que no somos capaces de hacer por
nuestra cuenta. Pero no es de Strogoff ni de Picasso,
siendo ambos dos mitos que tengo que aceptar, de quienes les quería hablar hoy.
Es de otra ave, quizá el animal más estúpido del mundo, es de las gallinas y de
sus huevos. De esos animalitos que no saben hacer otra cosa, además de poner
huevos no fecundados un día sí y otro también, que asustarse y cacarear cuando
se acerca para su disfrute exclusivo el gallo racatapúchichín
de Benavente. Y es, además, que no hay mayor estupidez que tener alas y no
saber volar cuando la mayoría de los animales rastreros nos pasamos la vida
soñando con ellas para emular a Juan Salvador Gaviota. Bueno, pues las
gallinas, según tengo entendido, se pueden dividir en cuatro castas según la
calidad de su vida, desde las aristócratas hasta las intocables. Y a estas
castas de hipotéticos hermosos nombres, el ser humano de nuestros días las ha
denominado por medio de números (dígitos, dirán los asépticos) desde el tres
hasta el cero o desde el cero hasta el tres, según nos guste. Siendo las de
menor valor numérico las de mayor valor en su calidad de vida. Así las que se
denominan tres son aquellas que se pasan la vida encerradas en una jaula, sin
apenas poder moverse dedicándose en exclusividad a la ingesta de pienso y a la
puesta de huevos no fecundados, por supuesto. Las que responderían al nombre de
dos, si es que supieran responder, serían las que viven hacinadas en naves,
protegidas del sol y del frío exterior pero no de la luz artificial que les
acompaña tanto de día como de noche y con el pico cruentamente amputado con
unas tenazas oxidadas para que en su lógica agresividad no lesionen a sus
prójimas. En similares condiciones, pero al aire libre, viven las que ostentan
el uno, criadas en el suelo dice eufemísticamente su propaganda. Y por último,
disfrutan del número cero (el de menor peso) las que viven como deberían vivir
todas, paseando por el campo y comiendo millo no transgénico y gusanitos. Desde
que gracias a Internet me enteré hace unos meses de esta clasificación y
suponiendo una mayor calidad en los huevos de menor numeración, ando por los
supermercados y ventas de la isla a la búsqueda de los de número cero y ocurre
con ellos lo mismo que con los billetes de quinientos euros, que existen, que
hay quién los ha visto, pero que deben andar en las neveras de los más ricos,
los que pueden encargarlos, como el caviar iraní, en el cambullón a precios
desorbitados. El resto, los humanos de a pie, nos hemos de conformar con los
del número uno, los de La Gallina Marcelina, que pronto pasarán a venderse en
el Rincón de Gourmet de los más pijos centros comerciales. A mí, que a pesar de
mi edad sigo siendo un soñador, me gustaría que en un futuro próximo, todos
pudiéramos comer huevos del cero, aunque sólo sea en beneficio de la calidad de
vida de las gallinas. Y caviar iraní, claro.
2010, Odisea del espacio Mis columnas Los
intelectuales y el libro
© Francisco Suárez
Trénor