Hábitos y monjes (11
de abril de 2011)
Desde que los
solitarios eremitas se asociaron entre sí, como los futbolistas de Valdano,
para sacar más rendimiento a su aislamiento y a sus oraciones y también para
protegerse de los peligros exteriores, se ha venido diciendo que el hábito no
hace al monje, sin embargo se ha obligado a los gregarios del signo que sea a
llevarlo en cualquier momento del día y en cualquier lugar. Así, el monje del
medievo iba vestido de tal, con su hábito más o menos cutre, aunque estuviera
en presencia del rey y, de esta forma, el atuendo monástico diseñado en
principio para proteger al anacoreta de los fenómenos meteorológicos, se
convertiría en un uniforme que identificaba a sus portadores, como pasaría con
el de los ejércitos, los guardias municipales, los empleados de la Western Union;
o como la bata de los médicos y de los carniceros diseñadas para evitar las
manchas de los trajes. Y estos hábitos se convertirían con el paso del tiempo
en el elemento identificador de sus profesiones. Y es que el monje, el médico y
el empleado de la Western Union como todo individuo perteneciente a una
institución o una profesión tienen que parecer lo que son incluso por encima de
serlo o de no serlo. De ahí los certificados de calidad y esas otras cosas de
moda que miran más al hábito que al monje. En fin, que hablando de ser y de
parecer, de monjes y de hábitos, y de uniformes y uniformados, uno que fue
formado y deformado -y tal vez uniformado- durante algo más de una década y
durante los años en que su personalidad era más maleable en un colegio de curas
no puede resistirse a hablar, aunque sólo sea de manera tangencial, del
celibato eclesiástico -al fin y al cabo otro uniforme identificador- como
potencial causa de la pederastia y de los malos tratos a menores. Personalmente
declaro que fui maltratado de forma psicológica por un individuo al que si
fuera yo el encargado de darle nombre -en el registro civil del más allá, por
ejemplo- denominaría Diabólico, para que con ese nombre fuera conocido
eternamente. Pero no puedo asegurar que sea el celibato la causa de su
patológica actitud. Aquel individuo, célibe o no, era básicamente un hombre
malo, un psicópata, que hubiera maltratado a quien hubiera caído bajo su
influencia. ¿Pero puede el celibato impuesto sacar a la luz a un maltratador o
a un pederasta en potencia? Pienso que sí, que no es condición necesaria ni
suficiente, pero que por su carácter represor puede facilitar la tentación, de
manera especial si la sociedad pone el objeto de su deseo a disposición del
potencial delincuente durante muchas horas al día y todos los días laborales
del año. En nuestro caso concreto, algo se rumoreaba, tanto de la comunidad y
de los exploradores, como los flechas del campamento donde se aprendía a ser
español o de una secta que durante algunos años rondó por el castillo
obligándonos a vergonzantes confesiones públicas en las circulares aulas de la
torre sur, que terminaban de forma irremediable con un absolutorio beso a las
sandalias de otro de los potenciales pecadores que, según sus escritos,
pretendía ser padre espiritual, sacerdote, confesor y amigo de los niños; pero
no me constan datos objetivos o denuncias fiables y directas.
©Francisco Suárez
Trenor
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