Felipe (23 de agosto
de 2008)
Felipe era el hijo más querido de una familia buena, de una familia
que vivía rodeada de otras familias buenas. De unas familias que coincidieron
en los veranos de La Laguna
y que regalaron a sus hijos una infancia
feliz. Felipe murió hace unos días y en la misa ofrecida por él hice lo que
suelo hacer en esos casos, no rezar protocolariamente por el difunto, que de
eso se encargan otros cuyas oraciones seguramente serán mejor recibidas allá
donde las escuchen que las mías, sino pensar en su vida, en su entorno y en mi
relación con él y con su familia. Es una buena costumbre que recomiendo. Mis
pensamientos esta tarde, mientras el cura contaba por enésima vez algún
episodio de la vida de Jesucristo, volaron irremediablemente a aquella infancia
feliz, cuando los caminos de La
Laguna –La
Manzanilla, San Diego, el Camino Largo o el de las Peras‑
eran unos deliciosos de paseos que recorríamos en bicicleta innumerables veces
al día desde una casa hasta la otra en busca de juegos y sueños infantiles, que
también volaban sueltos por el frescor de las tardes, y a aquel banco tan
querido del camino de la
Manzanilla donde nos reuníamos todas las tardes. Durante unos
minutos reviví aromas, colores, sabores, sonidos y sensaciones de aquellos años
de mi infancia y recordé a los responsables de aquella felicidad, a Carmen y a
Maximiliano, los padres de Felipe, y a los demás padres de los amigos de la
infancia algunos muy cercanos como María Luisa y Paco, que tenían algo de surrealistas, no en
vano eran parientes del poeta Leopoldo; a Ivy y
Emilio, de los que huíamos cuando se acercaba la hora del té; a Amalia y Paco,
dueños de la única piscina, que compartíamos en una democracia sui generis; a Maruja y Juan, que entonces vivían en la increíble
casa de doña Bernarda y don Guillermo, los padres de ella, todo un mundo de
sensaciones y misterios; a Olga y Jorge; a mis padres, por supuesto, y a otros
algo más alejados en el recuerdo pero tan responsables de aquellas sensaciones
como los que he citado a vuela pluma. Seguramente me olvido de algunos, espero
que sepan perdonarme. A todos ellos les envío mi recuerdo y a Felipe mi
agradecimiento por hacerme remover, con su marcha, tantos recuerdos
entrañables.
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Francisco Suárez Trénor