AQUÉL PROLONGADO CANTO DEL CISNE
Cuentos, cartas y un soliloquio
Francisco Suárez Trénor
Cuento Primero
Adiós Al Coto
1776 El Muro
No podía ser muy distinto el número de vecinos del Coto si se comparaba con
el registrado años atrás en el Catastro de Ensenada. El pueblo continuaba
ceñido a un disparo de escopeta en la dirección de los cuatro puntos
cardinales. Las mismas casas y más o menos el mismo número de personas en cada
una, en total unos ciento veinte marineros y veinticinco o treinta viudas,
además de un tabernero, algún tratante de comercio y algunos sangradores,
zapateros y sastres, así como cuatro o cinco carpinteros de ribera, un
tablajero, un estanquero y cinco o seis trabajadores del campo. Habitantes que
no serían otros que los hijos, primogénitos en su mayoría, de los vecinos de
entonces que seguían viviendo en las mismas pequeñas casas heredadas -pequeños
mayorazgos, a la postre- sin posibilidad de ampliación. Los menores se
alistaban como clase de tropa en los ejércitos, ingresaban en el bajo clero o
simplemente se trasladaban a otros lugares más o menos cercanos para continuar
viviendo de la mar o de las limosnas. ¡Qué poco había cambiado todo!
Pero ese año el futuro había llegado al pueblo con la sentencia que los
liberaba del señorío de la familia Handeván. Dejarían
de pagar los dos reales y medio anuales y se quitarían para siempre de encima
las amenazas de sisas, gabelas y demás tributos que los demandados les exigían
con reiteración desde el criticado paseo bajo palio de don Sancho en su toma de
posesión.
Mis primeros recuerdos nacen entre la niebla de los más profundos sueños y
tienen como referencia esa sentencia y la construcción de un muro y de un
portón de madera que nos separaría de la plaza y, por lo tanto, del pueblo. Un
muro que era casi una muralla, que daba y da a la casa el aspecto de una
fortaleza invulnerable.
¿Puede la construcción de un muro -de un simple muro de piedra- generar de
la nada un espíritu? Es una pregunta que me hago constantemente y para la que
aún no tengo respuesta. Y es que sospecho que yo soy ese espíritu, que soy la
memoria de una casa, de una estirpe.
Otros entes nacen del mar, de las montañas, de las aguas, de los fuegos o
incluso de las guerras y revoluciones, unas formas mucho más poéticas que mi
humilde prosaico origen. Pero pocos, por importante que sean sus principios,
pueden permitirse el lujo de residir como yo en el Cuarto de la Torre, es decir
en el puente de mando, de lo que había sido hasta entonces una casa señorial y
señera.
El responsable de aquella construcción era el propietario de la época, don
Vicente, que con el dinero que recibiría de los vecinos por el pago de su
señorío, quería conseguir su propia independencia y evitar la posibilidad de
que le ocurriese lo mismo que a su hermano, que pocos años antes, hubo de salir
por la puerta de la playa con lo puesto, huyendo a remo hasta no se sabe dónde.
-
Había que tomar una decisión y lo he hecho. Un muro es la solución más
efectiva. No quiero saber nada más de ellos. Ni un favor, no les haré ni un
favor a partir de ahora.
-
Así tendremos nosotros también nuestra independencia– decía doña María
Nicolasa, la esposa del propietario.
-
Sí -le contestaba él- y la han pagado ellos mismos con un coste muy
superior al que hubieran supuesto las alcabalas de muchos años. Ahora piensan
que son libres, pero seguirán contribuyendo a la hacienda real de cualquier
otra forma, no tardarán los recaudadores de impuestos en aparecer en sus vidas.
Pero dijeran lo que dijeran, pensaran lo que pensaran en caliente, entre
ellos, como ocurría siempre en la familia, se interpondría algo que nunca
sabrían explicar y que transformaría el odio, al que la situación los
predisponía, en un sentimiento noble. Gracias a esto los hijos pudieron crecer
en ausencia de rencores y resentimientos.
A mí, que no soy de la familia, siempre me mantuvieron, tanto don Vicente
como sus sucesores, en dicho Cuarto de la Torre. Y como consecuencia de su
aislamiento en él para atender el correo y repasar con sus administradores las
cuentas, que no eran pocas, me informarían, sin pretenderlo, de sus actos y
pensamientos a través de sus conversaciones, sus soliloquios y sus
cavilaciones.
Y yo, ente etéreo, al fin y al cabo, lo absorbía todo y lo incluía en mi
propia esencia, en esa memoria que, con el paso del tiempo, crecía sin cesar y
sin ocupar espacio.
1776 Carta de don Vicente a don Sancho, su hermano
Hermano Sancho, espero que, al recibo de esta, te encuentres donde este tu
hermano desea, ya sea en el purgatorio o en el infierno.
Tomo la pluma para manifestarte que, después de tantos años, hace algo más
de una semana llegó desde la Corte hasta mis manos la sentencia definitiva del
proceso del Coto y, como ya esperábamos, es contraria a los intereses de
nuestra casa. Hemos perdido el Coto y con él, además de las alcabalas futuras y
las que una mayoría de los habitantes había dejado de pagar desde tu huida,
nuestra honra.
Si desde tu marcha nadie nos demostraba cariño, agradecimiento y, mucho
menos, pleitesía, desde ahora nos mostrarán, además, desprecio.
Aquel nefasto día, el de la sentencia, en una fiesta, una especie de
aquelarre en realidad, celebrada en la alameda que construí tras tu marcha
junto a la Laguna Vieja con la intención de limpiar el nombre del apellido y de
la familia, han quemado, tras decapitarlos, dos peleles que representaban a
nuestras personas, en medio de una alegría incontrolada. Ya ves que de poco sirvieron
mis deseos.
Tu sombrero, aquel del que se apoderaron el día del saqueo, negando ante
los tribunales su posesión durante tantos años en evidente perjurio, fue puesto
sobre la cabeza del muñeco que te representaba que después sería clavada en una
pica que fue llevada en sacrílega procesión hasta la entrada del pueblo, allá
por El Cobo. Y allí seguirá para nuestro escarnio sólo Dios sabe hasta cuándo.
Algunos al pasar bajo ella se descubren inclinando la cabeza en desvergonzada
señal de burla.
Parece que todo lo relatado es la consecuencia de las ideas que se imponen
en los tiempos que corren, influenciadas por las satánicas doctrinas
revolucionarias que llegan desde el extranjero, aceleradas tal vez en nuestro
caso, por tu altanería y por tu codicia.
Hemos recuperado, eso sí, los 680.000 maravedíes que pagaron nuestros
ancestros a los Altavista por la compra del
Coto, de los cuales haré lo que creo que más conviene al mayorazgo: una parte
pagará la construcción de un muro infranqueable que separe nuestra casa del
vulgo y con el resto he ordenado reparar el arruinado molino de mareas de las
Aceñas de Mar Pequeña, que tantos beneficios ha producido en el pasado, y
terminar la tercera torre de Handeván, dejando
la cuarta para tiempos más favorables, es decir cuando la casa sea de madera,
por decir algo imposible.
Se despide de ti hasta la eternidad tu hermano
Vicente Handeván. Señor de Handeván.
1784 El finado
Las basuras de los pueblos de pescadores huelen de una forma especial, lo
hacen a pescado podrido y fermentado, a salazón, a podredumbre de gato que ha
comido exclusivamente pescado, a podredumbre de otros animales que han comido
restos de gatos comedores de pescado podrido y fermentado.
Las basuras de este pueblo de pescadores, con sus fragancias especiales, se
acumulaban, desde poco tiempo después de la construcción del muro, en su
exterior apoyándose en él y creando un nuevo muro invisible de olores y moscas
verdes. Junto a él, entreverado, un estrato viviente de ratas, ratones y otros
roedores con sus heces y orinas aumentaba la pestilencia, sin que podamos
contar en este particular catastro el hedor de los cadáveres de moscas verdes
transportados por millones de hormigas a sus apestosos hormigueros
subterráneos.
Este segundo muro fue la venganza que, al margen de la sentencia,
decidieron los nuevos propietarios del antiguo señorío. Ahora eran señores de
su suelo y de sus fragancias. Y a este olor se tuvieron que acostumbrar don
Vicente, doña María Nicolasa y todos su descendientes y criados, que con el
tiempo construirían una nueva salida, evitando el pueblo, a través de una larga
empinada escalera hasta lo que denominaban pomposamente como La Portería y que
en realidad era entonces una modesta puerta que se abría hacia una servidumbre
de paso hacia una fuente pública. Por ella entrarían y saldrían durante siglos,
incluso después de que las normas de convivencia prohibieran el depósito de
basuras en el interior del pueblo.
Cuando murió don Vicente -tan callando vino la parca que no le dio tiempo
de llevar a cabo sus proyectos- no fue posible subirlo por una escalera tan
angosta y pendiente y hubieron de abrir un túnel a través de la mucha
inmundicia y de las cáscaras de moluscos del vertedero, formando con ellas,
según escarbaban, una hermosa sucesión de arcos de medio punto que no se ha
podido conservar.
El cuerpo del difunto, que mientras estuvo en el oratorio familiar oliera a
incienso y al aroma de las flores cortadas en la rosaleda por la viuda, después
de pasar a través de dicho túnel, se apoderó del aroma del basurero y
haciéndolo suyo lo paseó por las empedradas inclinadas calles de un pueblo que
carecía de calle principal, salvo que diéramos esta consideración al camino que
conducía hasta el cruce del Cobo, junto al campo de los nenos, donde se enterraba a los recién nacidos que
nunca fueron absueltos de su original pecado por el bautismo, a los suicidas y
a los infieles; y donde colocándole ante la cruz allí existente, en una
breve posa de andas, le fue rezado un padrenuestro en medio del
penetrante hedor y de las náuseas de los mercenarios que lo cargaron a hombros
hasta el cementerio.
-
Dios les libre, se decía desde aquel día, de una vez entrada la noche pasar
por El Cobo, porque las almas de los allí enterrados salen a pasear arrastrando
cadenas por los cuatro caminos y, desde el paso de aquel sepelio, les acompaña la fetidez del finado.
En el cementerio y durante años tras la inhumación, volarían en círculo
sobre la tumba de don Vicente multitud de moscas verdes vigiladas desde el suelo
por un ejército de expectantes ansiosas hormigas.