Cuba: Acoso, pobreza y empatía (28 de octubre de 2010)

 

Practica la empatía, ponte en su lugar. Éste fue un buen consejo de dos personas cercanas a mí que ya habían estado en Cuba. Ponte en su lugar y, si es necesario, tómate un mojito a las diez de la mañana.


La primera impresión cuando salí del confort de un hotel europeo (español para ser del todo sinceros) fue un impacto tremendo al encontrarme de pronto en medio de una enorme urbe en la que sus habitantes viven entre las ruinas de lo que algún día fuera una ciudad hermosa, hermosísima. Una ciudad en ruinas en la que, sin embargo, da la impresión que sus habitantes son felices o, al menos, alegres. Y es que el carácter abierto de los cubanos es la segunda impresión que uno recibe a unos metros de esa auténtica entrada en La Habana que es la salida del hotel. Y es que La Habana es una ciudad pobre, tan pobre que roza la miseria en muchos rincones, pero alegre, muy alegre.

 
El tercer impacto, que en ese momento sustituye por completo a los demás para invadirte, es el acoso al extranjero y, de forma especial, al español. Un acoso embaucador que te ofrece toda una serie de servicios que al parecer todo turista debe utilizar en la ciudad: comprar un mazo de puros habanos; comer en un o una paladar (nadie logró explicarme, por más que lo pregunté, si era ésta una palabra masculina o femenina); comprar unas botellas de ron; visitar a la familia del guía que, gracias a la equidad en la pobreza, se convierte en el paradigma de la familia cubana y en el reflejo de los resultados de la revolución; asistir a una ceremonia de santería; visitar algunos locales nocturnos entre los que es imprescindible una Casa de la Música y algún club de nombre más o menos conocido  y finalmente, si uno va sólo, como era mi caso, la posibilidad de ir acompañado a estas últimas de una hermosa mulata que invariablemente ha bailado en el espectáculo del Tropicana o del Nacional.


Y todo esto, más o menos, además de callejear, termina haciendo uno que al fin y al cabo es un turista más. Y una tarde hablas, por que así surge, con un grupo de jóvenes que charlan en la mesa de al lado de un bar, intentando traducir al inglés un texto que necesita alguno de ellos, y charlando con ellos acabas en la Casa de la Música de Galiano, que es la misma que te ofrecían los guías, y tras escuchar música y bailar durante toda la noche y beber entre todos varias botellas de ron, que paga el turista, terminas desayunando los mismo que ellos, o sea nada, en casa de una muchacha que nunca sabrás si es la misma que te ofrecían los guías, casa que no es otra cosa que el local abandonado y arruinado de un antiguo comercio del centro que, algún día, ella ocupó con su hija convirtiéndolo en su hogar, y terminas dejándote invitar a un almuerzo a base de arroz con camarones acompañado de aguacate y plátano frito, comida que paga el turista y en la que participan, como venidos del cielo, diez o doce amigos y vecinos.


Y esa tarde, mientras te relajas en el yacusi de la piscina del hotel  tomándote  un daikiri, piensas en la empatía y te preguntas si en realidad has sido capaz de practicarla o si tenías que haber prescindido de tu tarjeta de crédito, de tus pesos convertibles y tus euros y quedarte en aquella casa del almuerzo, sin agua corriente y sin frigorífico, en aquella calle tan parecida a las de Harlem, durante dos o tres semanas, comiendo los frijoles con arroz de los días en los que no llega a casa el dinero extranjero. Y entonces hacerte a la idea de que aquellas dos o tres semanas duran toda una vida, sin otro horizonte, esperando un cambio que tal vez tarde en llegar si es que llega.

 

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© Francisco Suárez Trénor