Árboles y aguas (27 de mayo de 2009)

 

Es Santa Cruz una ciudad rica en árboles de todas las procedencias y entre ellos hay algunos ejemplares especiales ante los que merece la pena detenerse y contemplar al individuo vegetal que las prisas cotidianas y posiblemente el bosque urbano de gente, casas y vehículos de todo tipo, no nos dejan ver. Hasta hace algunos años, uno de estos ejemplares en el que merecía la pena hacerlo era y es un laurel de Indias que creció separado de los suyos en la plaza de Santo Domingo, entre el Teatro Guimerá y la pescadería de Frinsa (hoy Perfumería Amady) y junto a Foto Pérez y El Zapatito de Oro donde íbamos los hijos de la burguesía santacrucera a probarnos los zapatos que estrenaríamos en las Fiestas de Mayo para ir a la Tómbola de Caridad. Un laurel que daba sombra a toda la plaza con su envidiable frondosidad, con su frescura especial; un laurel al que, probablemente por su soledad y por su aislamiento de los de su especie, no llegaría la mosca blanca. Pues bien, este laurel, un mal día, sin que los ciudadanos nos diéramos cuenta dejó de desarrollarse y sus hojas y ramas, cada día más atrofiadas, fueron cayendo lentamente al suelo de la plaza. Poco tiempo después, en un intento desesperado por salvarlo, a los bienintencionados jardineros y técnicos municipales se les ocurrió podarlo, por aquello de que al hacerlo los árboles crecen con más fuerza, como decían que ocurría con el pelo de los niños que compraban los zapatos en el Zapatito de Oro, pero la maniobra resultó inútil tanto para el árbol como para los burgueses niños. Mientras todo esto ocurría morían, por razones de edad y abandono más o menos intencionado, los tres o cuatro edificios que formaban parte la parte baja de la manzana, donde se encontraba la Farmacia Foronda y algún que otro bar o zapatería cuyo nombre no puedo recordar, y las aguas negras que procedían de estas casas, que casi con seguridad circulaban libres por el subsuelo de la plaza hacia algún oculto barranquillo también subterráneo, dejaron de alimentar, de sobrealimentar diría yo, al desgraciado árbol que enorme, pero famélico, da hoy día más pena que sombra  mientras estoicamente espera la llegada de una muerte irremediable y temprana.

 

Otras aguas de similares efectos deben correr por el subsuelo de la esquina de la calle de Robayna y San Clemente o, si se quiere, en la confluencia de estas calles con la del Castillo, junto a la Casa Elder y la Librería La Isla. En esa esquina tan señera crece el árbol más fotografiado por el turismo que a pesar de todos los pesares nos sigue visitando, un Tulipanero del Gabón de flor anaranjada que sirve de ejemplo a sus compañeros de flor roja que en doble fila india hacen guardia a los lados de la calle hasta su muerte o nacimiento, que no lo sé, en la Rambla, esa Rambla que todavía me cuesta llamar de Santa Cruz. Y a unos pasos, en la misma confluencia de calles, junto a la Cafetería Tip Top, crece un hermosísimo ejemplar de Palo Borracho o Árbol Botella, primo hermano del Baobah de El Principito, que en estos días luce orgulloso un hermoso manto de verdes tiernas hojas a las que protegen de un potencial enemigo las espinas de sus ramas y que más adelante, cuando llegue el invierno, nos deleitará con sus hermosas flores rosas y amarillas. ¿Procederán estas aguas milagrosas de la cocina y baños del cercano Restaurante El Puntero? ¿Se aprovechará el Palo Borracho de los vapores del vino y de la sales procedentes del lavado de pulpo y tollos que tal vez tengan cualidades hasta ahora desconocidas?  ¿Habrá llevado por el mal camino a su amigo africano? Será cuestión de tenerlo en cuenta si, como me temo, más pronto que tarde caen esas viejas casuchas y nos quedamos sin los últimos vestigios de aquella calle tan tranquila de las crónicas de Julio Tovar, la de San Clemente.

 

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© Francisco Suárez Trénor