Aquella niña rubia (5 de enero de 2011)

 

 

Eran los años de las calles están mojadas y parece que llovió, de las excursiones a la Cruz del Carmen y de los paseos en bicicleta sin destino fijo, unas veces hacia el Castañero a comprar chochos y en otras ocasiones hasta el Campo Hespérides o hacia el Camino Largo, ida y vuelta.

 

- ¿Quién es la nueva?

- ¿Quién es quién?

- ¿La rubia que está allí con las pequeñas?

- Ah, es la hermana de…, pero qué te pasa, si sólo es una niña.

- Una niña pero guapísima, me dije.

 

Y continué, continuamos todos, cargando con la infancia propia y con la ajena y dando vueltas por las húmedas calles laguneras, las de la hierba entre los adoquines y los verodes en los tejados –San Agustín, La Carrera, Herradores-  soñando con sueños de futuro, sin saber todavía que aquel presente, tan vivo, era ya un sueño.

 

Y entonces fueron los años de si puedes tú con Dios hablar y yo ya me voy al puerto donde se halla. Y nos compramos unas navajas con la que grabar en los membrilleros y manzanos corazones e iniciales de la mujer amada. Y grabamos cada verano al menos un corazón.

 

Y fueron, más tarde, los años de las rondas que no son buenas, que dan pena y que se acaba por llorar y la diferencia de edad entre la niña rubia, la hermana de…, y los chicos se fue haciendo cada vez más pequeña. Y aquello nos unía. Y la alegría de aquella niña rubia nos fue marcando a todos y todos quisimos ser amigos de ella. Y lo fuimos. Y la vida continuó y había fiestas del Cristo cada año en aquella plaza de tierra, templete y fuegos artificiales, a las que alegraba la presencia de la niña rubia. Y había también turrones y cochitos locos.

 

Y pasaron los años y el rock de la cárcel y mejor era cuando decías. Y la amistad continuaba.

 

Y entonces llegó el momento del esfuerzo, de las oposiciones. Hay que ponerse serios, decía la niña entre risas, y allí, en el examen de mecanografía, tras muchas horas de estudio, estuvimos los machos, muy machotes -ya la niña rubia tenía novio y yo novia y por suerte eran amigas- apoyándoles y cargando con unas enormes y pesadas máquinas de escribir por las aulas de la universidad. Y aprobamos todos, ellas como opositoras, y nosotros como consortes, lo que no dejaba de tener su mérito, y fueron entonces los años de mama que será lo que quiere el negro y de qué hiciste, abusadora. Y nos divertimos porque por edad era una obligación hacerlo y porque con la niña rubia no se podía hacer otra cosa.

 

Y nacieron los hijos, con sus problemas y alegrías. Y fue el tiempo de hola don Pepito y de la gallina cocouaua. Y entre baños de playa, excursiones y feliz, feliz en tu día crecieron los niños y la vida nos fue distanciando porque la vida es así. Pero continuó el cariño, el afecto y la alegría de la niña rubia cuando nos encontrábamos.

 

Y ahora, de golpe, la misma vida nos ha separado definitivamente. Le bastaron un par de hachazos injustos y secos. Pero la alegría de aquella niña, de la hermana de… quedará para siempre entre nosotros.

 

Gracias, Mariluz.

 

©Francisco Suárez Trénor

 

 

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