Alcaldesa (19 de noviembre de 2008)

 

Como ustedes saben, Ana Oramas ha renunciado a su cargo de alcaldesa de La Laguna y, al margen de opiniones políticas, no puedo resistir a la tentación de escribir unas cuantas palabras sobre su gestión y sobre esa ciudad a la que tanto amo. Y es que La Laguna, desde que fuera declarada Patrimonio de la Humanidad o, lo que es casi lo mismo, desde que Ana Oramas tomara posesión de la alcaldía, ha conseguido convertirse en una ciudad distinta a la que estábamos acostumbrados. Y lo ha hecho para bien. Una ciudad, y me refiero exclusivamente al casco antiguo, conjunto que justificó dicho título, en la que da gusto pasear y en la que seguramente da gusto vivir. Aquella vieja ciudad triste, sólo animada por parrandas nocturnas ocasionales, aunque frecuentes, que hace algunos años amenazaba ruina, aquella vieja ciudad que no se conseguía reanimar ni con canales y góndolas venecianas, ni con el color rosado que tuvo que soportar la Catedral, un color que sirvió, todo hay que decirlo, para que mi amigo Paco Alcaraz diera título a una excelente novela, se ha convertido en una ciudad monumento –un monumento formado por otros muchos, que esta es su principal característica- que a pesar de los incendios y de los desalojos por riesgo de derrumbamiento, ha rehabilitado sus casas, sus iglesias y  sus calles, logrando que no parezcan falsas, de cartón-piedra, como ocurre en otros lares más o menos próximos; con un comercio revivido, casi abría que decir renacido, y con una vida alegre y serena, que es lo que le corresponde.

En esta nueva antigua ciudad, uno de mis paseos más frecuentes en cualquier época del año, se inicia en la Plaza del Adelantado para continuar por la calle Deán Palahi, situada entre el convento de las Catalinas y el Palacio de Nava. En el primer tramo, en el que en realidad la calle es un callejón, algo me llena de una energía especial, que a pesar de mi agnosticismo, un agnosticismo de profundas raíces católicas, quiero suponer causada por las oraciones –energía positiva, al fin y al cabo- procedentes del obrador de las monjas, a quienes no escucho pero sí imagino en permanente contacto con el Sumo Hacedor santificando así su trabajo y cada instante del día. Y una vez cargadas las pilas con esa energía, mi paseo continúa unas veces por la calle de San Agustín con su viejo y bello Instituto y otras por la de La Carrera con su Hotel Aguere y su rehabilitado Teatro Leal, hasta la Iglesia de La Concepción, para después regresar hasta el comienzo a través de ese milagro de vida que es hoy la Calle de Herradores. Díganme ustedes si no tengo razón.

Débase ese cambio, como se dice, al dinero recibido por el nombramiento de la ciudad como Patrimonio de la Humanidad o a la propia actuación de la alcaldesa y su consistorio, como también se dice, sólo me queda pensar que es el resultado de una suma de sumandos, que se ha realizado un trabajo bien hecho y que se ha sabido aprovechar un dinero que tan acostumbrados estamos a ver cómo dilapidan en municipios no muy lejanos. Alcaldesa, mi agradecimiento.

 

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© Francisco Suárez Trénor