LOS BUCLES DE LA DEPENDENCIA (10/02/2010)

 

De un tiempo a esta parte observo asombrado cómo ha cambiado este archipiélago nuestro en los últimos años e intento imaginarme cómo serán estas islas dentro de algunas décadas, cuando Europa haya terminado de quitarnos poco a poco las señas de nuestra identidad para convertirnos en el asilo de dicho continente, un asilo con sus mismas comodidades, que serán muchas, y su mismo aburrimiento vital, tan previsible como monótono. Un asilo al que vendrán a pasar sus últimos años los jubilados continentales -ahora empiezan los de Alemania e Inglaterra, pero más adelante, ustedes lo verán, serán además de Rumania, Bulgaria, Macedonia, Eslovenia… e incluso de la extracomunitaria Rusia- y por supuesto los de la ibérica península, cuyos hijos empezaron a introducirse en cantidades considerables allá por la segunda mitad de la década de los setenta, cuando la transición, la tolerancia y todo eso. Entonces los llamábamos godos y de ellos nos intentábamos defender a insultos, tonicazos –aún quedan, como saben, en algunas actitudes, reminiscencias de aquella épica lucha- y con alguna que otra escaramuza contra el soldado invasor, que era, todo hay que decirlo, el que menos intención tenía de invadirnos.

Comenzaron con las dependencias ellos, los españoles del continente, que vestían cazadoras –y no chamarras- que fumaban porros de maría –y no pavitas de matas- y que dominaban un vocabulario amplio, para nosotros casi desconocido que utilizaba palabras como soez y zafio cuando en realidad querían decir algo tan simple como bicho o mala persona; en fin que aún hoy día, casi toda una vida más tarde, no tengo la cosa demasiado clara cuando alguien utiliza con propiedad –su propiedad, que no la mía- palabras de esa calaña o, sobre todo, cuando pretendo hacerme entender entre ellos con mi corto vocabulario insular. De las dependencias de esos godos, que en realidad eran los cuidados de sus cachorrillos en los ratos libres, o sea un lujo, se hicieron cargo, transformadas en canguros, las jóvenes estudiantes universitarias de nuestros pueblos e islas satélites.

Han pasado los años y los padres de aquellas universitarias han envejecido, pero ellas -las canguros que cuidaron de los cachorrillos de godos- gracias a su formación forman parte del mercado laboral oficial (mileuristas o parados) y no tienen tiempo ni ganas de cuidar de ellos cuando, agotados, salen de las sesiones de pilates o las clases de salsa.

Suerte que, rechazados de sus tierras por la hambruna y la miseria, recalaron en nuestras islas a trabajar en la burbuja inmobiliaria los habitantes del altiplano andino, cuyas mujeres se hacen cargo de los padres de los godos y de los nuestros, o sea de los descendientes de los energúmenos que hace quinientos años masacraron sus selvas y ciudades. Unos individuos curiosos, morenos, de baja estatura y alta moralidad, con un idioma ininteligible, el quechua, y un castellano enrevesado y lleno de circunloquios hablado a una velocidad que ya quisiera para sí la banda ancha de las compañías telefónicas que nos maltratan telefónicamente. También ellos disfrutan en poco tiempo de unos cachorrillos, andinos de sangre pero españoles de nacionalidad y nacimiento, que facilitan la permanencia de todo el entorno familiar en nuestra tierra. Y unidos a los de los godos y a los nuestros, que también los tenemos, y a los de los retornados del caribe –los que se hacen llamar latinos como si procedieran directamente del imperio romano y no de los ideales bolivarianos- que no forman parte tan llamativa en estos bucles de la dependencia, desbordan unas escuelas insuficientes que nos sitúan en el vértice europeo del fracaso escolar.

Y llegará el día en el que sean los hijos todos ellos –o sea, los cachorrillos de los canarios, los de los godos, los de los andinos, los de los retornados y otros caribeños, los de algunos chinos y los de algunos africanos, que haberlos hailos- a los que llamaremos canarios, porque lo serán; los que tengan que hacerse cargo de la dependencia de los europeos (en los que volverán a integrase los ibéricos) y de los rusos, que gracias al retraso en la edad de jubilación, no necesitarán entregar a su llegada un certificado de infertilidad. Todo esto, claro, dependiendo del cambio climático y alguna que otra variable imprevista.

 

 

©Francisco Suárez Trénor

 

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